EL TALLER ASESINO
DEL CONDOR
Cubanos
desaparecidos en Automotores Orletti
14/11/2005
- En una esquina de un barrio de clase media en Buenos Aires
todavía está en pie un taller de automóviles donde funcionó la
filial argentina de la Operación Cóndor. Testigos afirman que
en este lugar vieron por última vez a dos diplomáticos cubanos
incorporados a la larga lista de desaparecidos durante la
dictadura. Un socio de Luis Posada Carriles y emisario de la
CIA llegó a Automotores Orletti para torturar a los dos
jóvenes.
BUENOS AIRES.—
Si estas paredes pudieran expresar sus sentimientos,
llorarían. No se aprecia a simple vista, en cada tramo llovió
alguna vez la sangre. Los rastros empiezan en la entrada
principal del taller, por donde pasan los autos, que se abre y
se cierra con una cortina metálica, de esas que se usan en las
viejas bodegas de los barrios. Siguen en la puerta contigua,
de tamaño natural, blindada y con una mirilla, que solo se
abría si se pronunciaba un conjuro previamente convenido:
“Operación Sésamo”, parodia del “Ábrete Sésamo” de los cuentos
de Alí Babá y los 40 ladrones.
Desde afuera, el
edificio es demasiado estrecho y a una le cuesta trabajo
imaginarlo como almacén de torturados. Apenas ocupa el espacio
de un par de casas de la manzana. Tiene dos plantas. En la
primera, entre carros viejos y otros nuevos secuestrados a las
propias víctimas, había un tanque de agua y unos ganchos
fijados en el techo, de donde se colgaban a los presos para
supliciarlos con la técnica del “submarino”: sumergirlos de
cabeza en el agua pútrida hasta el punto en que comenzaban a
ahogarse. Algunos, como Carlos Santucho, murieron de esa forma
y una no puede dejar de imaginar su agonía y sus alaridos, que
debieron aterrorizar aún más a los presos que se encontraban
en la planta alta, donde funcionaban otras dos salas de
torturas en las que la picana podía inferir sufrimientos
inimaginables. Por más que gritaran, no se escuchaba afuera.
Frente a la casa una línea de trenes corta la calle. Cuando el
paso de los vagones no ensordecía el lugar, los torturadores
mantenían la radio a todo volumen y se beneficiaban, además,
de las voces y los juegos de los niños y de las campanadas de
la escuela Mauro Fernández, cuyo patio linda con el edificio.
Con ese humor macabro que a veces tienen los asesinos, los
militares llamaban a este centro El Jardín.
Solo si una va
advertida de la historia que allí se oculta, verá el rastro de
la sangre que sale del portón y se pierde calle arriba, con
rumbo desconocido. De otro modo, nada insinúa que esa esquina
es diferente a las demás. Pasa un anciano con un diario debajo
del brazo, un borracho dormita en la vereda, el viento agita
las hojas del ceibo junto a la línea del ferrocarril, el sol
calienta como otras tardes. Pero allí donde no hay tarjas, ni
estatuas de mármol, ni monolitos, ni escraches, los
historiadores afirman que en 1976 estuvo la sede de la filial
argentina de la Operación Cóndor, la transnacional del crimen
que concilió en un mismo esfuerzo “antisubversivo” a las
dictaduras latinoamericanas durante la década del 70 y
principios de los años 80.
De hecho la
dirección no le dice nada al conductor que me ha traído por la
apartada callecita de ese barrio de clase media de Buenos
Aires, hasta Venancio Flores 3519-21, esquina con Emilio
Lamarca, en Floresta. Un cartel gastado anuncia que en ese
lugar opera un Taller Integral de Automóviles Nacionales e
Importados. Hace exactamente 29 años había otro letrero con
dos únicas palabras, “Automotores Orletti”, cuya sola mención
ha puesto nervioso al taxista: “El que entraba ahí, ¡chao!...
Muy poquitos pudieron hacer el cuento de lo que les pasó en
Orletti. Vi a uno en la televisión que no lograba entender por
qué, si lo habían agarrado y torturado en Buenos Aires, había
terminado otra vez torturado en Montevideo”.
EL AÑO MÁS
PRODUCTIVO DEL CÓNDOR
El 31 de
diciembre de 1976 el diario La Opinión se jactaba de que en un
año “la guerrilla” argentina había sufrido 4 000 bajas y que
Montoneros, por ejemplo, había perdido el 80 por ciento de sus
dirigentes. El Buenos Aires Herald era más cauto: estimaba las
víctimas en 1 100 muertos. Un diario clandestino añadía que
“hay un muerto cada cinco horas y una bomba cada tres”. Para
la periodista argentina Stella Calloni, autora de Los años del
lobo, un clásico sobre la Operación Cóndor, todas estas cifras
pueden ser verdad. “El 1976 es clave. Fue el año en que se
organiza Cóndor, aunque las dictaduras latinoamericanas venían
trabajando desde antes con los Estados Unidos, particularmente
con el Partido Republicano”.
La cifra de
desaparecidos, solo en el Cono Sur, superaría los 50 000. En
Centroamérica, Guatemala ostenta el doloroso récord de 200 000
muertos bajo sucesivas dictaduras que provocaron 36 años de
guerra, como se desprende del cuidadoso análisis que realizó
la Comisión de la Verdad, patrocinada por las Naciones Unidas.
El periodista
Manuel Buendía, uno de los más importantes columnistas
mexicanos, asesinado en un atentado en 1984 en Ciudad de
México, llegó hasta George Bush en la investigación sobre esta
trama: “Si bien estuvo un corto tiempo al frente de la CIA
—desde el 30 de enero de 1976 al 20 de enero de 1977—, ese
tiempo le bastó a Bush para ordenar y apoyar algunos de los
crímenes más tenebrosos de esos escasos 12 meses. Como
escribió Buendía: ‘Bush encarna la capacidad para la intriga y
la acción violenta, hasta los extremos de la matanza…’ En este
año la ronda de la muerte no tuvo descanso en América Latina”.
En abril de
1976, Bush ordenó a uno de sus agentes que organizara una
reunión para unificar a los grupos terroristas cubanos
dispuestos a combatir contra su país. En San José de Costa
Rica —Stella está convencida de que hubo dos reuniones, una en
Costa Rica y otra en República Dominicana— se constituyó bajo
la dirección de la CIA, el Comando de Organizaciones
Revolucionarias Unificadas (CORU) con Orlando Bosch como
coordinador principal.
En todo este
entramado, “Luis Posada Carriles es uno de los hombres de más
confianza de la CIA, con un nivel similar al de Félix
Rodríguez, el asesino del Che. Los otros eran matoncitos que
iban con sus pistolas a Roma o apretaban el control remoto de
una bomba o torturaban en Argentina”.
Mientras Cóndor
extendía sus alas en el sur del continente en su año de
gloria, Luis Posada Carriles estuvo en Chile y en Argentina,
antes del asesinato de Letelier y de la voladura del avión de
pasajeros cubano frente a las costas de Barbados con 73
personas a bordo. ¿Para qué?
CUBANOS EN
AUTOMOTORES ORLETTI
A Orletti lo
dirigía el llamado Grupo de Tareas 18, encabezado por Aníbal
Gordon, un matón que tenía antecedentes penales por robo a
mano armada y obedecía directamente las órdenes del Comandante
General de la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE),
Otto Paladino. Desde junio de 1976 el lugar había sido
arrendado por los servicios represivos argentinos y era una de
las 300 prisiones clandestinas de la dictadura, pero se
destacaba por dos hechos de particular excepcionalidad:
funcionaba como base principal de las fuerzas de Inteligencia
extranjeras que operaban en Argentina, articuladas en la
Operación Cóndor, y estaba diseñado para que nadie pudiera
contar luego lo que allí había visto y padecido. De los
cientos de presos que pasaron por el “taller”, hay muy
contados sobrevivientes.
Uno de ellos,
José Luis Bertazzo, pasó dos meses en Orletti. Logró
identificar a chilenos, uruguayos, paraguayos y bolivianos
entre sus compañeros de infortunio, quienes le comentaron que
eran interrogados por oficiales de sus propios países. En ese
lugar también torturaron a la nuera —embarazada de siete
meses— y al hijo del poeta Juan Gelman. La muchacha de 19 años
fue trasladada a Montevideo para que, antes de ser
desaparecida, diera a luz a su hijita. De Marcelo Gelman,
periodista y poeta como su padre, nada se sabe. Según revela
el investigador norteamericano John Dinges en un libro
reciente, Los años del Cóndor, presos del MIR de Chile le
contaron a Bertazzo en Orletti que habían visto entre esas
paredes a dos diplomáticos cubanos, torturados salvajemente
por el Grupo de Gordon y por un hombre que vino de Miami solo
por un día, para interrogar a los presos de la Isla.
Jesús Cejas
Arias, de 22 años, y Crescencio Galañega, de 26, habían sido
capturados el 9 de agosto de 1976 frente al parque Belgrano,
en un barrio residencial surcado de embajadas y pequeños
hoteles de distinguido empaque
Ambos integraban
el grupo de jóvenes que custodiaba al embajador cubano en
Buenos Aires, Emilio Aragonés, a quien ya habían tratado de
asesinar. Asegura John Dinges que conversó con testigos que
presenciaron el secuestro de Jesús y Crescencio, cuando
caminaban tranquilamente por Virrey del Pino, en el punto
exacto donde cruza la calle Arribeños. Unos 40 hombres armados
bloquearon con sus Ford Falcón ambos lados de la vía. “Los dos
jóvenes ofrecieron una resistencia tremenda. Los argentinos no
dispararon sus armas porque los querían vivos. Fueron
interrogados por oficiales argentinos y chilenos. Tanto el FBI
como la CIA fueron informados de los arrestos y de las
interrogaciones”, afirma Dinges.
El 22 de
septiembre de 1976, el hombre del FBI en Buenos Aires, Robert
Scherrer, envió a Washington un minucioso informe
—desclasificado y publicado en el libro de Dinges— con
información de “sus fuentes”. El secuestro de los cubanos
había sido una operación de la SIDE y el oficial del FBI había
recibido un reporte de los interrogatorios. Scherrer comenta
al vuelo que el agente de la CIA y de la DINA chilena Michael
Tonley, involucrado por esos días en el asesinato del
diplomático Orlando Letelier, también participó en los
“interrogatorios”.
Otro testigo de
primer orden, el ex jefe de la DINA, confirmaría esta
evidencia. El 22 de diciembre de 1999, durante una entrevista
en Santiago de Chile con la jueza federal argentina María
Servini de Cubría que investigaba el asesinato de Letelier,
Juan Manuel Contreras Sepúlveda ofrecería más detalles de la
presencia de la CIA en Automotores Orletti. Contreras declaró
voluntariamente que el norteamericano Michael Townley y el
cubano Guillermo Novo Sampoll viajaron desde Chile a Argentina
el 11 de agosto de 1976. “Allí cooperaron en la tortura y el
asesinato de los dos diplomáticos cubanos”, afirmó, y sus
declaraciones no solo están en el acta de la jueza, sino que
las ha repetido a los periodistas en cada oportunidad que la
prensa ha logrado tomarle declaraciones desde entonces.
En su
autobiografía Los caminos del guerrero, Luis Posada Carriles
incluye el asesinato del espirituano Jesús Cejas Arias y del
pinareño Crescencio Galañega entre los éxitos de su lucha
contra el “comunismo castrista”. Orlando Bosch se jactó en The
Miami Herald de esta operación concertada con la CIA y con las
dictaduras de Argentina y Chile: “Nuestros aliados se hubieron
de comprometer, y así lo realizaron, en el secuestro de dos
miembros de la embajada en Buenos Aires, que no han aparecido
jamás”.
LAS GARRAS
DEL CONDOR
José Ramón
Morales y Graciela V. de Morales lograron escapar, heridos y
desnudos, una noche de noviembre de 1976. Graciela pudo
desanudarse las manos atadas y robarle a su carcelero dos
armas, atacándolo por sorpresa mientras dormía. Nadia Urrutia,
una anciana que ha vivido en el barrio Floresta por más de 40
años, recuerda el tiroteo y la cacería que se desató ante los
vecinos atónitos. “De aquel taller que siempre estaba cerrado
salían como ratas los guardias vestidos de civil”, dice. La
huida de la pareja obligó a cerrar rápidamente Automotores
Orletti, el principal nido de Cóndor en Argentina, pero dejó a
esta ave de rapiña en pleno vuelo.
De hecho el
Cóndor sigue volando, como si nada, 30 años después. “Cóndor
no es un Plan, sino una serie de operaciones con un carácter
transnacional que dirige y seguirá dirigiendo Estados Unidos
con el uso de mercenarios”, dice Stella, quien no se cansa de
advertir que seguimos viviendo en un mundo de terror
globalizado, tal vez más sofisticado que el de las décadas
precedentes. Automotores Orletti, como las cárceles
clandestinas que ahora maneja la CIA en Europa, son guaridas
de un mismo pájaro. El cerebro y el corazón de Cóndor son
norteamericanos, pero las garras manchadas de sangre suelen
tener distinta nacionalidad. Antes, durante y después de 1976
eran made in Miami.
Rosa Miriam Elizalde
especial
para Juventud Rebelde y Cubadebate