Hombre de la
esquina rosada
A Enrique Amorim
A mi, tan luego, hablarme
del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no
eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte,
por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba
de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es
noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera
porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no
volver, el Arroyo.
A ustedes, claro que les
falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero
Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte
por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno
de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los
hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo,
en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los
perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que
estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala
finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como
quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo
de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera
condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la
historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente
de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a
los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los
hornos de ladrillos y los huecos, y dos de
negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les
tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban
al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era
el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a
matar.
La noche era una
bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota
volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer
sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos.
Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia
(prostíbulo),
que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna
y el Maldonado
(Av. Gaona y Juan B.
Justo).
Era un local que usté lo
divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el
farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque
de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no
faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes
pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las
sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en
que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con
esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el
hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo,
una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como
una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una
compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la
intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos
arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar.
En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un
sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que
ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche,
cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por
otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la companera
y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la
puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un
silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre
estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era
todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido,
trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como
bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era
aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la
puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le
encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el
cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al
sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El
hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado,
como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás,
todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible.
Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto
que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin
ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como
abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya
estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro
la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía
listo.
Jue ver ése planazo y jue
venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de
muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de
punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero
le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los
golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco
inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como
reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la
paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con
apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro
después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y
ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás.
Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se
enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara
con el antebrazo y dijo estas cosas:
Yo soy Francisco Real,
un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el
Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me
alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre.
Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales
hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le
dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi,
que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le
quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la
mano derecha, que en fija lo había traído en la manga.
Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos
los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta
del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se
desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o
siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más
viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se
adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y
tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban,
listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras
tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero?
Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo
escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con
unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta
del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a
desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los
forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se
abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y
las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el
pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas
palabras:
Rosendo, creo que lo
estarás precisando-.
A la altura del techo
había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo.
Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como
si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el
cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo
sentí como un frio.
De asco no te carneo
dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la
Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo
miró con esos ojos y le dijo con ira:
Dejalo a ése, que nos
hizo creer que era un hombre -.
Francisco Real se quedó
perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les
gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los
demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como
un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin
ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
¡Vayan abriendo cancha,
señores, que la llevo dormida !
Dijo, y salieron sien con
sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el
tango.
Debí ponerme colorao de
vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de
golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui
orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quien?. A
la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de
guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a
amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger
changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos
naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré
a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no
pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el
día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me
pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se
escurría solo del barrio.
Vos siempre has de
servir de estorbo, pendejo , me rezongó al pasar, no sé si
para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del
Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas
cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que
se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón
de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas otro yuyo de
esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas.
¿Qée iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero
blandos para el castigo, boca y atropellada no más?. Sentí
después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más
obligación de ser guapo.
¿Basura? La milonga déle
loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a
madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de
estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras.
Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el
asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del
forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa
noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para
muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era
cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían
estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en
cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver,
seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito,
me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros
había rajado y que los norteros tangueaban junto con los
demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y
decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que
tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no
lo que sucedió.
Ajuera oimos una mujer
que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena,
casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien,
diciéndole:
Entrá, m'hija , y
luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a
desesperarse -.
¡Abrí te digo, abrí
gaucha arrastrada, abrí, perra! se abrió en eso la puerta
tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si
viniera arreándola alguno -.
La está mandando un
ánima , dijo el Inglés.
Un muerto, amigo ,
dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho.
Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió
unos pasos marcado alto, sin ver y se fue al suelo de una
vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de
espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios
lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida
juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un
lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la
chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y
unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La
Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando.
Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió
hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a
un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como
desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura
que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Ouién le iba a
creer?
El hombre a nuestros pies
se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo
arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la
Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta
redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la
cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el
orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de
la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era
de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja.
Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a
descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de
los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la
Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le
perdí el odio.
Para morir no se
precisa más que estar vivo , dijo una del montón, y otra,
pensativa también:
Tanta soberbia el
hombre, y no sirve más que pa juntar moscas -.
Entonces los norteros
jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la
repitieron juerte después.
Lo mató la mujer -.
Uno le grito en la cara
si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que
prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi
pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir
todos. Dije como con sorna:
Fijensén en las manos de
esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar
una puñalada?
Añadí, medio desganado de
guapo:
¿Quién iba a soñar que
el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a
concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente
muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de
ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió
biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en
la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más,
quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato,
porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al
arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que
pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de
negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y
cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le
hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor,
que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después
que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa
y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le
arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote
gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro
para salir.
Cuando echaron su vistazo
los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del
violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen.
Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre
una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos
no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi
rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana
una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a
llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar
el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el
chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada
despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un
rastrito de sangre.
© María Kodma. © Emecé Editores. Buenos
AIres, Argentina
Fuentes: https://www.literatura.org/Borges/EsquinaRosada.html
https://www.jorgeluisborges.galeon.com/borges5.htm