Diarios y revistas de todo
el mundo han publicado sus
artículos, ensayos y
cuentos, siendo traducida su
obra a una docena de
lenguas.
En "El Hincha" Giardinelli
nos relata las vivencias de
un hincha de Vélez que,
desde su casa en la
provincia del Chaco, sufre
dolores y frustraciones
hasta coronar su espera de
décadas con el campeonato
del año 1968.
El hincha
El 29 de diciembre de 1968,
el Club Atlético Vélez
Sársfield derrotó al Racing
Club por cuatro tantos a
dos. A los noventa minutos
de juego, el puntero Omar
Whebe marcó el cuarto gol
para el equipo vencedor que,
diez segundos después, se
clasificaba Campeón Nacional
de fútbol por primera vez en
su historia. A la memoria de
mi padre, que murió sin ver
campeón a Vélez Sarsfield.
—Goooooool
de Vélesarfiiiiiiiilillll!
—gritaba Fioravanti. —Gol!
¡Golazo, carajo! —saltó
Amaro Fuentes, golpeándose
las rodillas, frente al
radiorreceptor.
Había
soñado con ese triunfo toda
su vida, A los sesenta y
cinco años, reciente
jubilado de correos y
todavía soltero, su
existencia era lo
suficientemente regular y
despojada de excitaciones
como para que sólo ese gol
lo conmoviera, porque lo
había esperado innumerables
domingos, lo había imaginado
y palpitado de mil modos
diferentes. Nacido en Ramos
Mejía, cuando todo Ramos era
adicto al entonces Club
Argentinos de Vélez
Sarsfield, Amaro estaba
seguro de haber aprendido a
pronunciar ese nombre casi
simultáneamente con la
palabra “papá”, del mismo
modo que recordaba que sus
primeros pasos los había
dado con una pequeña pelota
de trapo entre los pies, en
el patio de la casona
paterna, a cuatro cuadras de
la estación del ferrocarril,
cuando todavía existían
potreros y los chicos se
reunían a jugar al fútbol
hasta que poco a poco, a
medida que se destacaban,
acercándose al club para
alistarse en la novena
división.
Ya
desde entonces, su vida
quedó ligada a la de Vélez
Sarsfield (de un modo tan
definitivo que él ignoró por
bastante tiempo), quizá
porque todos quienes lo
conocieron le auguraron un
promisorio futuro
futbolístico sobre todo
cuando llegó a tercera, a
los diecisiete años, y era
goleador del equipo; pero
acaso su ligazón fue mayor
al morir su padre, un mes
después de que le
prometieron el debut en
primera, porque tuvo que
empezar a trabajar y se
enroló como grumete en los
barcos de la flota
Mibanovich y dejó de jugar,
con ese dolor en el alma que
nunca se le fue, aunque
siempre conservó en su
valija la camiseta con el
número nueve en la espalda,
viajara donde viajara, por
muchos años, y aún la tenía
cuando ascendió a Primer
Comisario de a bordo, en los
buques que hacían la línea
Buenos Aires – Asunción -
Buenos Aires, y también
aquel día de mayo de 1931,
cuando el “Ciudad de
Asunción” se descompuso en
Puerto Barranqueras y
debieron quedarse cinco días
y él, sin saber muy bien por
qué, miró largamente esa
camiseta, como despidiéndose
de un muerto querido y
decidió no seguir viaje, de
modo que desertó y gastó sus
pocos pesos en el Hotel
Chanta Cuatro, después
vendió billetes de lotería,
creyó enamorarse de una
prostituta brasileña que se
llamaba Mara y que murió
tuberculosa, trabajó como
mozo en el Bar La Estrella y
se ganó la vida haciendo
changas hasta que consiguió
ese puestito en el correo,
como repartidor de cartas en
la bicicleta que le prestaba
su jefe.
Desde
entonces, cada domingo
implicó, para él, la
obligación de seguir la
campaña velezana, lo que le
costó no pocos disgustos:
durante casi cuarenta años
debió soportar las bromas de
sus amigos, de sus
compañeros del correo; de la
barra de La Estrella, porque
en Resistencia todos eran de
Boca o de River, y cada
lunes la polémica lo excluía
porque los jugadores de
Vélez no estaban en el
seleccionado, nunca
encabezaban las tablas de
goleadores, jamás sus
arqueros eran los menos
vencidos, y Cosso, goleador
en el ‘34 y en el ‘35, Conde
en el ‘54, Rugilo,
guardavallas de la selección
(quien se había erigido como
héroe mereciendo el apodo de
“El León de Wembley”), eran
sólo excepciones. La regla
era la mediocridad de Vélez
y lo más que podía ocurrir
era que se destacara algún
jugador, el que al año
siguiente sería comprado,
seguramente, por algún club
grande. Y así sus ídolos
pasaban a ser de Boca o de
River. Y de sus amigos, de
sus compañeros de la barra.
Claro
que había tenido algunas
satisfacciones: en 1953, por
ejemplo, el glorioso año del
subcampeonato, cuando el
equipo terminó encaramado al
tope de la tabla, sólo
detrás de River. O aquellas
temporadas en que Zubeldía,
Ferrero, Marrapodi en el
arco, Avio, Conde, formaban
equipos más o menos
exitosos. Todos ellos
pasaron por la selección
nacional:
Ludovico Avio estuvo en el
Mundial de Suecia, en 1958,
y hasta marcó un gol contra
Irlanda del Norte. Amaro
había escuchado muy bien a
Fioravanti, cuando relató
ese partido desde el otro
lado del mundo, y se imaginó
a Avio vistiendo la celeste
y blanca, en Estocolmo,
admirado por miles y miles
de rubios todos igualitos,
como los chinos, pero al
revés, y por eso no le
importó que a Carrizo los
checoslovacos le hicieron
seis goles, total Carrizo
era de River.
Amaro
podía acordarse de cada
domingo de los últimos
treinta y siete años porque
todos habían sido iguales,
sentado frente a la vieja y
enorme radio, durante casi
tres horas, en calzoncillos,
abanicándose y tomando mate
mientras se arreglaba las
uñas de los pies. Entonces
no se transmitían los
partidos que jugaba Vélez;
sólo se mencionaba la
formación del equipo, se
interrumpía a Fioravanti
cada vez que se convertía un
gol o se iba a tirar un
penal, y al final se
informaba la recaudación y
el resultado. Pero era
suficiente.
Todos
los lunes a las seis menos
cuarto, cuando iba hacia el
correo, compraba El
Territorio en la esquina de
la catedral y caminaba
leyendo la tabla de
posiciones, haciendo
especulaciones sobre la
ubicación de Vélez,
dispuesto a soportar las
bromas de sus compañeros, a
escuchar los comentarios
sobre las campañas de Boca o
de River.
Genaro
Benítez, aquel cadetito que
murió ahogado en el río
Negro, frente al Regatas,
siempre lo provocaba:
—Che,
Amaro, ¿por qué no te hacés
hincha de Boca, eh?
-Cállate, pendejo- respondía
él, sin mirarlo, estoico,
mientras preparaba su valija
de reparto, distribuyendo
las cartas calle por calle,
con una mueca de resignación
y tratando de pensar en que
algún día Vélez obtendría el
campeonato. Se imaginaba la
envidia de todos, las
felicitaciones, y se decía
que esa sería la revancha de
su vida. No le importaba que
Vélez tuviera siempre más
posibilidades de ir al
descenso que de salir
campeón. Cada año que el
equipo empezaba una buena
campaña, Amaro era
optimista, y se esforzaba
por evitar que lo invadiera
esa detestable sensación de
que inexorablemente un
domingo cualquiera
comenzaría la debacle, la
que, por supuesto, se
producía y le acarrearía
esas profundas depresiones,
durante las cuales se sentía
frustrado, se ensimismaba y
dejaba de ir a La Estrella
hasta que algún buen
resultado lo ayudaba a
reponerse. Un empate, por
ejemplo, sobre todo si se
lograba frente a Boca o a
River, le servía de excusa
para volver a la vereda de
La Estrella y saludar,
sonriente, como superando
las miradas sobradoras, a
los integrantes de la barra:
Julio Candia, el Boina
Blanca, el Barato Smith,
Puchito Aguilar, Dios me
libre Giovanotto y tantos
otros más, la mayoría
bancarios o empleados
públicos, solterones, viudos
algunos, jubilados los menos
(sólo los viejitos Angel
Festa, el que se quejaba de
que en su vida nunca había
ganado a la lotería, aunque
jamás había comprado un
billete; y Lindor Dell’Orto,
el tano mujeriego que fue
padre a los cincuenta y
siete años y no encontró
mejor nombre para su hija
que Dolores, con ese
apellido), pero todos
solitarios, mordaces y
crueles, provistos de ese
humor acre que dan los años
perdidos.
En ese
ambiente, Amaro no
desperdiciaba oportunidad de
recordar la historia de
Vélez.
Podía hablar durante horas
de la fundación del club,
aquel primero de mayo de
1910, o evocar el viejo
nombre, que se usó hasta el
‘23, y ponerse nostálgico al
rememorar la antigua
camiseta verde, blanca y
roja, a rayas verticales,
que usaron hasta el ‘40 y
que todavía guardaba en su
ropero. Y no le importaban
las pullas, el fastidio, ni
los flatos orales con que
todos, en La Estrella,
acogían sus remembranzas.
Como sucedió en el ‘41,
cuando Vélez descendió de
categoría y Dios me libre
sentenció “Amaro, no hablés
más de ese cuadrito de
primera be”, y él se mantuvo
en silencio durante dos
años, mortificado y
echándole íntimamente la
culpa al cambio de camiseta,
esa blanca con la ve azul, a
la que odió hasta el ‘43,
una época en la que las
malas actuaciones lo
sumieron en tan completa
desolación que hasta dejó de
ir a La Estrella los lunes,
para no escuchar a sus
amigos, para no verles las
caras burlonas. Pero lo que
más le dolía era sentirse
avergonzado de Vélez. Tan
deprimido estuvo esos años,
que en el correo sus
superiores le llamaron la
atención reiteradamente,
hasta que el señor
Rodríguez, su jefe,
comprendió la causa de su
desconsuelo. Rodríguez,
hincha de Boca y hombre
acostumbrado a saborear
triunfos, se condolió de
Amaro y le concedió una
semana de vacaciones para
que viajara a Buenos Aires a
ver la final del campeonato
de primera be.
Era un
noviembre caluroso y húmedo.
Amaro no bajaba a la capital
desde aquella mañana en la
que abordó el “Ciudad de
Asunción”, rumbo al
Paraguay, para su último
viaje. La encontró casi
desconocida, ensanchada, más
alta, más cosmopolita que
nunca y casi perdida aquella
forma de vida provinciana de
los años veinte. No se
preocupó por saludar al par
de tías a quienes no veía
desde hacía tanto tiempo y
durante cinco días deambuló
por el barrio de Liniers,
recordando su niñez,
rondando la cancha de Villa
Luro, y el viernes anterior
al partido fue a ver el
entrenamiento y se quedó con
la cara pegada al alambrado,
deseoso de hablar con alguno
de los jugadores, pero sin
atreverse. Le pareció,
simplemente, que estaba en
presencia de los mejores
muchachos del mundo, imaginó
las ilusiones de cada uno de
ellos, los contempló como a
buenos y tiernos jóvenes de
vida sacrificada, tan
enamorados de la casaca como
él mismo, y supo que Vélez
iba a volver a primera A.
Aquel
domingo, en el Fortín, las
tribunas comenzaron a
llenarse a partir de las dos
de la tarde, pero Amaro
estuvo en la platea desde
las once de la mañana. El
sol le dio de frente hasta
el medio día y el partido
empezó cuando le rebotaba en
la nuca y él sentía que
vivía uno de los momentos
culminantes de su
existencia. Se acordó de los
muchachos del correo, de la
barra de La Estrella, de
todos los domingos que había
pasado, tan iguales, en
calzoncillos, pendiente de
ese equipo que ahora estaba
ante sus ojos. Le pareció
que todo Resistencia
aguardaba la suerte que
correría Vélez esa tarde. De
ninguna manera podía admitir
que alguno deseara una
derrota. Lo cargaban, sí,
pero sabía que todos
querrían que Vélez volviera
a jugar en el A al año
siguiente.
Miró el
partido sin verlo, y lloró
de emoción cuando el gol del
chico ése, García, aseguró
el triunfo y el ascenso de
Vélez. Y cuando salió del
estadio tenía el rostro
radiante, los ojos brillosos
y húmedos, las manos
transpiradas y como una
pelota en la garganta, pero
la pucha Amaro, un tipo
grande, se dijo a sí mismo,
meneando la cabeza hacia los
costados, y después pateó
una piedra de la calle y
siguió caminando rumbo a la
estación, bajo el crepúsculo
medio bermejo que
escamoteaban los edificios,
y esa misma noche tomó La
Internacional hacia
Resistencia.
Desde
entonces, cada domingo,
Amaro se transportaba
imaginariamente a Buenos
Aires, era un hombre más en
la hinchada, revivía la
tarde del triunfo, se
acordaba del pibe García y
lo veía dominar la pelota,
hacer fintas y acercarse a
la valla adversaria. Y todas
las tardes, en La Estrella,
cada vez que se discutía
sobre fútbol, Amaro
recordaba:
—Un
buen jugador era el Pibe
García. Si lo hubiesen
visto. Tenía una
cinturita...
O bien:
—¿Una
defensa bien plantada?
Cuando yo estuve en Buenos
Aires...
Y
cuando los demás
reaccionaban:
—Qué me
hablan de Boca, de River, de
tal o cual delantera, si
ustedes nunca los vieron
jugar!
A
medida que fueron pasando
los años, Amaro Fuentes se
convirtió en el perfecto
solitario, aferrado a una
sola ilusión y como
desprendido del mundo. La
vejez pareció caérsele
encima con el creciente
malhumor, la debilidad de su
vista, la pérdida de los
dientes y esa magra
jubilación que le acarreó
una odio Sa, fatigante
artritis y el reajuste de
sus ya medidos gastos. Como
nunca había ahorrado dinero,
ni había sentido jamás
sensualidad alguna que no
fuera su amor por Vélez
Sarsfield, su vida continuó
plena de carencias y nadie
sabía de él más que lo que
mostraba: su cuerpo espigado
y lleno de arrugas, su
pasividad, su estoicismo, su
mirada lánguida y esa pasión
velezana que se manifestaba
en el escudito siempre
prendido en la solapa del
saco, más con empecinamiento
que con orgullo porque
carajo, decía, alguna vez se
tiene que dar el campeonato,
ese único sobresalto que
esperaba de la vida
monótona, sedentaria que
llevaba y que parecía que
sólo se justificaría si
Vélez salía campeón. Y quizá
por eso aprendió a ver a la
esperanza en cada partido,
como si alcanzar el título
fuera una cuestión personal
y él no estuviera dispuesto
a morir sin haberse tomado
una revancha contra la
adversidad porque, como se
decía a sí mismo, si llevé
una vida de mierda por lo
menos voy a morirme
saboreando una pizca de
gloria.
Casualidad o no, la campaña
de Vélez Sarsfield en 1968
fue sorprendente. Tras las
primeras confrontaciones,
Amaro intuyó que ése sería
el esperado gran año. Desde
poco después de la sexta
fecha, la escuadra de
Liniers se convirtió en la
sensación del torneo, y las
radios porteñas comenzaron a
transmitir algunos partidos
que jugaba Vélez, en los
clásicos con los equipos
campeones, lo que para Amaro
fue una doble satisfacción,
puesto que también sus
amigos tenían que escuchar
los relatos y sólo se sabía
de Boca o de River por el
comentario previo o por la
síntesis final de la
jornada, como antes ocurría
con Vélez, y éstas sí son
tardes memorables, gran
siete, pensaba Amaro
mientras tomaba un par de
pavas de mate y hasta se
cortaba los callos
plantares, que eran los más
difíciles, confiado en que
sus muchachos no lo
defraudarían.
Era el
gran año, sin duda, y la
barra de La Estrella pronto
lo comprendió, de modo que
todos debían recurrir al
pasado para sus burlas. Pero
a Amaro eso no le importaba
porque le sobraban
argumentos para
contraatacar: los
riverplatenses hacía diez
años que salían
subcampeones, los boquenses
estaban desdibujados, y
todos envidiaban a
Willington, a Wehbe, a
Marín, a Gallo, a Luna y a
todos esos muchachos que
eran sus ídolos.
—
Gooooooooool de
Vélesarsfiiiiiiillllll!
La voz
de Fioravanti estiraba las
vocales en el aparato y
Amaro, llorando, sintió que
jamás nadie había
interpretado tan
maravillosamente la emoción
de un gol. Vélez se
clasificaba, por fin,
campeón nacional de fútbol,
tras cumplir una campaña
significativa: además de
encabezar las posiciones,
tenía la delantera más
positiva, la defensa menos
batida, y Carone y Wehbe
estaban al tope de la tabla
de goleadores.
Pocos
segundos después de ese
cuarto gol, cuando
Fioravanti anunció la
finalización del partido,
Amaro estaba de pie,
lanzando trompadas al aire,
dando saltitos y emitiendo
discretos alaridos. Dio la
tan jurada vuelta olímpica
alrededor de la mesa, corrió
hacia el ropero, eligió la
corbata con los colores de
Vélez y su mejor traje y
salió a la calle, harto de
ver todos los años, para esa
época, las caravanas de
hinchas de los cuadros
grandes, que recorrían la
ciudad en automóviles,
cantando, tocando bocinas y
agitando banderas.
Caminó
resueltamente hacia la
plaza, mientras el
crepúsculo se insinuaba
sobre los lapachos y las
cigarras entonaban sus
últimas canciones
vespertinas, y frente a la
iglesia se acercó a la
parada de taxis, eligió el
mejor coche, un Rambler
nuevito, y subió a él con la
suficiencia de un ejecutivo
que acaba de firmar un
importante contrato.
—Hola,
Amaro —saludó el taxista,
dejando el diario.
—A
recorrer la ciudad, Juan, y
tocando la bocina —ordenó
Amaro—. Vélez salió campeón.
Bajó
los cristales de las
ventanillas, extrajo el
banderín del bolsillo del
saco y empezó a agitarlo al
viento, en silencio, con una
sonrisa emocionada y el
corazón galopándole en el
pecho, sin importarle que la
solitaria bocina
desentonara, casi afónica,
con el atardecer, y sin
reparar siquiera en el reloj
que marcaba la sucesión de
fichas que le costaría el
aguinaldo, pero carajo, se
justificó, el campeonato me
ha costado una espera de
toda la vida y los muchachos
de Vélez, en todo caso, se
merecen este homenaje a mil
kilómetros de distancia.
Cuando
llegaron a la cuadra de La
Estrella, Amaro vio que la
barra estaba en la vereda,
ya organizada la larga mesa
de habitués que los domingos
al anochecer se reunían para
comentar la jornada. Y vio
también que cuando
descubrieron al Rambler en
la esquina, con la solitaria
banderilla asomándose por la
ventanilla, se pusieron
todos de pie y comenzaron a
aplaudir.
—Más
despacio, Juan, pero sin
detenernos —dijo Amaro,
mientras se esforzaba por
contener esas lágrimas que
resbalaban por sus mejillas,
libremente, como gotas de
lluvia, y los aplausos de la
barra de La Estrella se
tornaban más vigorosos y
sonoros, como si supieran
que debían llenar la tarde
de diciembre sólo para Amaro
Fuentes, el amigo que había
dedicado su vida a esperar
un campeonato, y hasta
alguno gritó viva Vélez
carajo y Amaro ya no pudo
contenerse y le pidió al
chofer que lo llevara hasta
su casa. Dejó colgado el
banderín en el picaporte,
del lado de afuera, y entró
en silencio. Hacía unos
minutos que su corazón se
agitaba desusadamente. Un
cierto dolor parecía
golpearle el pecho desde
adentro. Amaro supo que
necesitaba acostarse. Lo
hizo, sin desvestirse, y
encendió la radio a todo
volumen. Un equipo de
periodistas, desde Buenos
Aires, relataba las
alternativas de los festejos
en las calles de Liniers.
Amar suspiró y enseguida
sintió ese golpe seco en
medio del pecho. Abrió los
ojos, mientras intentaba
aspirar el aire que se le
acababa, pero sólo alcanzó a
ver que los muebles se
esfumaban, justo en el
momento en que el mundo
entero se llamaba Vélez
Sarsfield.
Fuente: Periódico La Patria
- Manizales, Caldas -
Colombia