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29 .-
Jorge
Serángelo -
(zakarat@hotmail.com)
Garzón y Lacarra
Quiero hablar de una calle
en particular, mejor dicho
de una cuadra en especial.
La calle Gral. Eugenio
Garzón (e) Laguna y Lacarra.
Allí viví desde los seis
hasta los quince años, sólo
un pedacito de vida, sólo
nueve años, pero que
quedaron marcados a fuego en
mi memoria.
En esa cuadra había y
todavía existen una escuela
primaria y un convento de
monjas: la escuela Juan
Lavalle y el Convento de
Nuestras Señoras de las
Flores. En uno éramos
alumnos regulares de la
educación laica y en el otro
éramos alumnos de la
educación religiosa durante
el catesismo.
El convento ocupaba media
cuadra y la escuela otro
tanto en la vereda de
enfrente. Es más, Garzón
estaba cerrada en la
intersección con Lacarra por
el muro del Parque
Avellaneda y la larga
alambrada del vivero
municipal que hace unos años
funcionaba allí mismo.
Todo eso daba como resultado
que esos cien metros
semejasen un lugar aislado
del resto de la gran ciudad.
Al menos eso nos parecía a
nosotros, los pibes de la
cuadra, que gozábamos de ese
pedacito de mundo convertido
en exclusivamente nuestro.
Por supuesto, había pocas
casas particulares, pocos
vecinos, aunque todos se
conocían. Formaban casi una
gran familia que estaba a la
expectativa por los
problemas que pudieren
surgirle a los demás. Y
ellos son los que uno no
olvida a pesar del paso del
tiempo: doña Beatriz, que
sacaba la cabeza por la
ventana y nos amenazaba con
llamar a la policía por el
ruido que metíamos a la hora
de la siesta; don Enrique,
un viejito bondadoso,
jubilado, y cuyo único
entretenimiento era hacerle
los mandados a todos los que
se lo pidieran; el
carnicero-verdulero, un
gordo fenomenal que nos
regalaba de vez en cuando
manzanas, naranjas, bananas
y mandarinas; don Eugenio,
el kioskero-librero de la
cuadra al que le comprábamos
las figuritas y nos cambiaba
los álbumes llenos por la
pelota de fútbol Nº 5 y a
veces, sólo a veces, nos
obsequiaba caramelos.
Esa era una calle iluminada
sólo por una lamparita de 75
w que se encontraba justo en
medio de la cuadra, lo que
implicaba que por la noche
no se veía demasiado, no
sólo por los frondosos
árboles que existían sino
porque en el tiempo de las
gomeras, nos "divertíamos"
rompiéndolas en torneos
nocturnos y encarnizados.
Sin embargo era un tiempo en
que nadie temía regresar a
casa aunque no se viera más
allá de la propia nariz. Era
la cuadra en que durante las
noches de verano, todos y
cada uno sacaban la silla a
la puerta y los más viejos
nos relataban historias de
miedo que después no nos
dejaban dormir tranquilos.
Era la cuadra donde en pleno
asfalto habíamos pintado con
esmalte sintético una gran
pista en la que corríamos
carreras con los autitos
rellenos de masilla y de la
que durante los Carnavales
ninguna chica salía con su
ropa seca. Fue esa cuadra
donde todavía está la
formidable huella del
asfalto derretido que quedó
como testigo mudo y vivo de
la inmensa fogata de San
Pedro y San Pablo que
hicimos una noche y a la que
vinieron casi todos los
vecinos del barrio para asar
papas y batatas ensartadas
en palitos. Esa huella aún
está en mi memoria y quedó
en verdad como testimonio
puro de una infancia que
fue, pero todavía palpita
dentro de un hombre de
cincuenta años.