EN RECUERDO DE
LA MASACRE DE LA CALLE CORRO
Baldosa por
la Memoria de Vicky
03/12/2014
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En la mañana del
próximo sábado (6/12 - 10 hs) se colocará una baldosa
conmemorativa en recuerdo de Vicky Walsh, militante
peronista y Montonera, en la vereda de la que fuera su casa
ubicada en Corro y Yerbal (a metros del ferrocarril
Sarmiento).
Vicky (hija del periodista y escritor Rodolfo Walsh) cayó
junto a otros compañeros de lucha (Ismael Turco Salame,
Alberto Tito Molinas , José Beltrán y Carlos Tucu Coronel)
en la llamada
"Masacre de la calle Corro", hecho ocurrido el 29 de
setiembre de 1976. El evento conmemorativo estará organizado
por la Comisión por la Memoria de
Flores y Floresta y los DesKa del Negrito Martinez.
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El 29 de
setiembre de 1976 fue un día especial. Por
el barrio circulaban camiones cargados de soldados con bazookas, un helicóptero y hasta un tanque. Frente a una
casa antigua de la calle Corro, se parapetó la artilleria
del ejercito. El combate duró casi dos horas. En la planta
baja, cayeron muertos Tucu Coronel, José Beltrán y Salame
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En
la planta alta, aparecieron inesperadamente Alberto “Tito”
Molina, Secretario Político Nacional y Victoria Walsh, hija
de Rodolfo Walsh. La imagen mas recordada de ese combate fue
la figura de Vicky recortada contra el cielo rosado del
amanecer, con una metralleta en la mano y disparando a
carcajadas contra el batallón de soldados que se escondían
detras de los coches. Cerca de las 8 y 30 Vicky y Molina
dejaron las armas y se subieron al parapeto de la terraza,
Vicky que era menudita y vestía un largo camisón blanco,
abrió los brazos en cruz, miró a los soldados desafiante y
les grito: “Milicos ustedes no nos van a atrapar, ustedes
no nos matan. Nosotros elegimos morir” y ambos se dispararon
un tiro en la cabeza. Valga este justo homenaje para estos
compañeros que entregaron su vida por la justicia social,
por la liberación económica y por la soberanía política,
ellos creyeron y lucharon por la unidad latinoamericana.
¿Quién fue
Vicki Walsh?
María Victoria Walsh Ferreyra, Vicki, al igual que su padre
Rodolfo Walsh, fue militante y cuadro político montonero,
grupo guerrillero que en ese tiempo luchaba contra la
dictadura argentina. Nos enteramos de los detalles de su
heroica muerte, por medio del relato de uno de los
conscriptos del comando que participó de la masacre, y del
cual da cuenta Rodolfo Walsh en "Carta a mis amigos",
conmovedor documento en que relata los hechos de ese día.
Carta a
Vicki (Rodolfo Walsh)
Querida Vicki:
La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde.
Estábamos en reunión cuando empezaron a transmitir el
comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un
segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme
como cuando era chico. No terminé con ese gesto. El mundo
estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y
Pablo: “era mi hija”. Suspendí la reunión.
Estoy
aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva
suerte no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados.
Sí, tuve miedo por vos, como vos por mí, aunque no lo
decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué
cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas.
Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26
años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría
verte sonreír una vez más.
No podré
despedirme, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos,
en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí
te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida
mía.
Hablé con tu
mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido
tu corta, dura, maravillosa vida.
Anoche tuve
una pesadilla torrencial, en la que había una columna de
fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba
de alguna profundidad.
Hoy en el tren
un hombre me decía: “Sufro mucho. Quisiera acostarme a
dormir y despertarme dentro de un año”. Hablaba por él pero
también por mí.
Carta a
mis amigos
(Rodolfo Walsh)
Hoy se cumplen
tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después
de un combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquéllos que
la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos
o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar
una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles
pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué
murió.
El comunicado
del Ejército que publicaron los diarios no difiere
demasiado, en esta oportunidad, de los hechos.
Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la Organización
Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre
de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día
con cuatro miembros de la Secretaría Política que
combatieron y murieron como ella.
La forma en
que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22
años, edad de su posible ingreso, se distinguía por
decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar
en diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió
en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus
compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió
enfrentar en un conflicto difícil al director del diario,
Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El
conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar
como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió
licencia y no volvió más.
Fue a militar
a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza
extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia
convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido,
Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo
vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año
de vida de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la
llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse
mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos
que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los
saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su
sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas
varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a
llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear
medios de comunicación en el frente sindical, que era su
responsabilidad.
Nos veíamos
una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas
cortas, caminando por la calle, quizá diez minutos en el
banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para
tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en
silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a
ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el
último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de
la anticipada partida.
Mi hija no
estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión
madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios,
el trato que dispensan los militares y marinos a quienes
tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento
en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en
el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la
degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en
una guerra de esas características, el pecado no era no
hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de
cianuro, la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo,
con la que tantos otros han obtenido una última victoria
sobre la barbarie.
El 28 de
setiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro,
cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último
momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella,
en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que
siempre le quedaban grandes.
A las siete
del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los
primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió
a la terraza con el secretario político, Molina, mientras
Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la
planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza
sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el cerco. El
cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha
llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.
"El combate
duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha
tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha
porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos
zambullíamos, ella se reía."
He tratado de
entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija
nunca había tirado con ella, aunque conociera su manejo por
las clases de instrucción.
Las cosas
nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda
era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple
pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga
150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando
por el coronel Roualdes, jefe del operativo.
A los camiones
y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de
la terraza, contenido por el fuego.
"De pronto,
dice el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la
metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los
brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos
verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en
camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila.
No recuerdo todo lo que dijo. 'Ustedes no nos matan' dijo el
hombre 'nosotros elegimos morir'. Entonces se llevaron una
pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros."
Abajo ya no
había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró dos
granadas. Después entraron los oficiales. Encontraron a una
nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco
cadáveres.
En el tiempo
transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he
preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella,
tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de
mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo
elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos,
pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más
razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta,
hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos
otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue
gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo
quien renace de ella.
Esto es lo que
quería decir a mis amigos y lo que desearía de ellos es que
lo transmitieran a otros por los medios que su bondad les
dicte.
Fuente:
Comisión por la Memoria de Flores y
Floresta - El Historiador