Floresta: nombre dado por Ordenanza N° 26.607 B.M. 14.288
UN PEQUEÑO
HOMENAJE
El Borges de La
Floresta
23/08/2007
-
En
el día de mañana se conmemora el 108 aniversario del
nacimiento de Jorge Luis Borges. Taitas y cuchilleros,
sangre y malevaje, fueron temas que se repitieron en más de
una oportunidad en la obra del genial autor argentino, pero
sólo en "El hombre de la esquina rosada" ubica la acción en
un entorno que nos resulta por demás conocido: los terrenos
aledaños a la Av. Gaona y Juan B. Justo. El lugar de la
escena (según palabras del mismo autor) está ubicado "más
allá de Flores", por lo que muchos expertos la ubican
directamente en nuestra tierra, Floresta. Rindámosle pues un
sentido homenaje compartiendo este, su cuento.
En "El hombre de la esquina
rosada" Borges narra las
vivencias de Rosendo Juárez,
hombre rústico y bravucón,
en un entorno lejano al que
recorremos a diario. Sin el
pavimento ni edificación, en
un ambiente casi rural,
hostil y pendenciero,
Rosendo Juarez desafía a la
vida y a la muerte en cada
parada, en cada acción...
Si bien Borges publicó su
célebre cuento en 1935, éste
pasó por una serie de
versiones preliminares que
vieron la luz a partir del
año 1927. La historia
transcurre en una época en
que las disputas (reales,
supuestas o inventadas) se
dirimían exclusivamente a
punta de cuchillo. De tal
forma, Rosendo Juárez no
podrá escapar del designio
que el destino le tenía
preparado...
Hombre de la esquina rosada
A Enrique Amorim
A mi, tan luego, hablarme
del finado Francisco Real.
Yo lo conocí, y eso que
éstos no eran sus barrios
porque el sabía tallar más
bien por el Norte, por esos
laos de la laguna de
Guadalupe y la Batería.
Arriba de tres veces no lo
traté, y ésas en una misma
noche, pero es noche que no
se me olvidará, como que en
ella vino la Lujanera porque
sí a dormir en mi rancho y
Rosendo Juárez dejó, para no
volver, el Arroyo.
A ustedes, claro que les
falta la debida esperiencia
para reconocer ése nombre,
pero Rosendo Juárez el
Pegador, era de los que
pisaban más fuerte por Villa
Santa Rita. Mozo acreditao
para el cuchillo, era uno de
los hombres de don Nicolás
Paredes, que era uno de los
hombres de Morel. Sabía
llegar de lo más paquete al
quilombo, en un oscuro, con
las prendas de plata; los
hombres y los perros lo
respetaban y las chinas
también; nadie inoraba que
estaba debiendo dos muertes;
usaba un chambergo alto, de
ala finita, sobre la melena
grasíenta; la suerte lo
mimaba, como quien dice. Los
mozos de la Villa le
copiábamos hasta el modo de
escupir. Sin embargo, una
noche nos ilustró la
verdadera condición de
Rosendo.
Parece cuento, pero la
historia de esa noche
rarísima empezó por un
placero insolente de ruedas
coloradas, lleno hasta el
tope de hombres, que iba a
los barquinazos por esos
callejones de barro duro,
entre los
hornos
de ladrillos
y los huecos, y dos de
negro, dele guitarriar y
aturdir, y el del pescante
que les tiraba un fustazo a
los perros sueltos que se le
atravesaban al moro, y un
emponchado iba silencioso en
el medio, y ése era el
Corralero de tantas mentas,
y el hombre iba a peliar y a
matar.
La noche era una bendición
de tan fresca; dos de ellos
iban sobre la capota
volcada, como si la soledá
juera un corso. Ese jue el
primer sucedido de tantos
que hubo, pero recién
después lo supimos. Los
muchachos estábamos dende
tempraño en el salón de
Julia
(prostíbulo),
que era un galpón de chapas
de cinc, entre el camino de
Gauna y el Maldonado
(Av. Gaona y Juan B. Justo).
Era un local que usté lo
divisaba de lejos, por la
luz que mandaba a la redonda
el farol sinvergüenza, y por
el barullo también. La
Julia, aunque de humilde
color, era de lo más
conciente y formal, así que
no faltaban músicantes, güen
beberaje y compañeras
resistentes pal baile. Pero
la Lujanera, que era la
mujer de Rosendo, las
sobraba lejos a todas. Se
murió, señor, y digo que hay
años en que ni pienso en
ella, pero había que verla
en sus días, con esos ojos.
Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el
hembraje, una
condescendiente mala palabra
de boca de Rosendo, una
palmada suya en el montón
que yo trataba de sentir
como una amistá: la cosa es
que yo estaba lo más feliz.
Me tocó una compañera muy
seguidora, que iba como
adivinándome la intención.
El tango hacía su voluntá
con nosotros y nos arriaba y
nos perdía y nos ordenaba y
nos volvía a encontrar. En
esa diversion estaban los
hombres, lo mismo que en un
sueño, cuando de golpe me
pareció crecida la música, y
era que ya se entreveraba
con ella la de los
guitarreros del coche, cada
vez más cercano. Después, la
brisa que la trajo tiró por
otro rumbo, y volví a
atender a mi cuerpo y al de
la companera y a las
conversaciones del baile. Al
rato largo llamaron a la
puerta con autoridá, un
golpe y una voz. En seguida
un silencio general, una
pechada poderosa a la puerta
y el hombre estaba adentro.
El hombre era parecido a la
voz.
Para nosotros no era todavía
Francisco Real, pero sí un
tipo alto, fornido, trajeado
enteramente de negro, y una
chalina de un color como
bayo, echada sobre el
hombro. La cara recuerdo que
era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la
puerta al abrirse. De puro
atolondrado me le jui encima
y le encajé la zurda en la
facha, mientras con la
derecha sacaba el cuchillo
filoso que cargaba en la
sisa del chaleco, junto al
sobaco izquierdo. Poco iba a
durarme la atropellada. El
hombre, para afirmarse,
estiró los brazos y me hizo
a un lado, como
despidiéndose de un estorbo.
Me dejó agachado detrás,
todavía con la mano abajo
del saco, sobre el arma
inservible. Siguió como si
tal cosa, adelante. Siguió,
siempre más alto que
cualquiera de los que iba
desapartando, siempre como
sin ver. Los primeros -puro
italianaje mirón- se
abrieron como abanico,
apurados. La cosa no duró.
En el montón siguiente ya
estaba el Inglés
esperándolo, y antes de
sentir en el hombro la mano
del forastero, se le durmió
con un planazo que tenía
listo.
Jue ver ése planazo y jue
venírsele ya todos al humo.
El establecimiento tenía más
de muchas varas de fondo, y
lo arriaron como un cristo,
casi de punta a punta, a
pechadas, a silbidos y a
salivazos. Primero le
tiraron trompadas, después,
al ver que ni se atajaba los
golpes, puras cachetadas a
mano abierta o con el fleco
inofensivo de las chalinas,
como riéndose de él.
También, como reservándolo
pa Rosendo, que no se había
movido para eso de la paré
del fondo, en la que hacía
espaldas, callado. Pitaba
con apuro su cigarrillo,
como si ya entendiera lo que
vimos claro después. El
Corralero fue empujado hasta
él, firme y ensangrentado,
con ése viento de chamuchina
pifiadora detrás. Silbando,
chicoteado, escupido, recién
habló cuando se enfrentó con
Rosendo. Entonces lo miró y
se despejo la cara con el
antebrazo y dijo estas
cosas:
Yo soy Francisco Real, un
hombre del Norte. Yo soy
Francisco Real, que le dicen
el Corralero. Yo les he
consentido a estos infelices
que me alzaran la mano,
porque lo que estoy buscando
es un hombre. Andan por ahí
unos bolaceros diciendo que
en estos andurriales hay uno
que tiene mentas de
cuchillero , y de malo , y
que le dicen el Pegador.
Quiero encontrarlo pa que me
enseñe a mi, que soy naides,
lo que es un hombre de
coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le
quitó los ojos de encima.
Ahora le relucía un
cuchillón en la mano
derecha, que en fija lo
había traído en la manga.
Alrededor se habían ido
abriendo los que empujaron,
y todos los mirábamos a los
dos, en un gran silencio.
Hasta la jeta del milato
ciego que tocaba el violín,
acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se
desplazaban atrás, y me veo
en el marco de la puerta
seis o siete hombres, que
serían la barra del
Corralero. El más viejo, un
hombre apaisanado, curtido,
de bigote entrecano, se
adelantó para quedarse como
encandilado por tanto
hembraje y tanta luz, y se
descubrió con respeto. Los
otros vigilaban, listos para
dentrar a tallar si el juego
no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras
tanto a Rosendo, que no lo
sacaba pisotiando a ese
balaquero? Seguía callado,
sin alzarle los ojos. El
cigarro no sé si lo escupió
o si se le cayó de la cara.
Al fin pudo acertar con unas
palabras, pero tan despacio
que a los de la otra punta
del salón no nos alcanzo lo
que dijo. Volvió Francisco
Real a desafiarlo y él a
negarse. Entonces, el más
muchacho de los forasteros
silbó. La Lujanera lo miró
aborreciéndolo y se abrió
paso con la crencha en la
espalda, entre el carreraje
y las chinas, y se jue a su
hombre y le metió la mano en
el pecho y le sacó el
cuchillo desenvainado y se
lo dió con estas palabras:
Rosendo, creo que lo
estarás precisando-.
A la altura del techo había
una especie de ventana
alargada que miraba al
arroyo. Con las dos manos
recibió Rosendo el cuchillo
y lo filió como si no lo
reconociera. Se empinó de
golpe hacia atrás y voló el
cuchillo derecho y fue a
perderse ajuera, en el
Maldonado. Yo sentí como un
frio.
De asco no te carneo dijo
el otro, y alzó, para
castigarlo, la mano.
Entonces la Lujanera se le
prendió y le echó los brazos
al cuello y lo miró con esos
ojos y le dijo con ira:
Dejalo a ése, que nos hizo
creer que era un hombre -.
Francisco Real se quedó
perplejo un espacio y luego
la abrazó como para siempre
y les gritó a los musicantes
que le metieran tango y
milonga y a los demás de la
diversión, que bailáramos.
La milonga corrió como un
incendio de punta a punta.
Real bailaba muy grave, pero
sin ninguna luz, ya
pudiéndola. Llegaron a la
puerta y grito:
¡Vayan abriendo cancha,
señores, que la llevo
dormida !
Dijo, y salieron sien con
sien, como en la marejada
del tango, como si los
perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de
vergüenza. Dí unas vueltitas
con alguna mujer y la planté
de golpe. Inventé que era
por el calor y por la
apretura y jui orillando la
paré hasta salir. Linda la
noche, ¿para quien?. A la
vuelta del callejón estaba
el placero, con el par de
guitarras derechas en el
asiento, como cristianos.
Dentre a amargarme de que
las descuidaran así, como si
ni pa recoger changangos
sirviéramos. Me dió coraje
de sentir que no éramos
naides. Un manotón a mi
clavel de atrás de la oreja
y lo tiré a un charquito y
me quedé un espacio
mirándolo, como para no
pensar en más nada. Yo
hubiera querido estar de una
vez en el día siguiente, yo
me quería salir de esa
noche. En eso, me pegaron un
codazo que jue casi un
alivio. Era Rosendo, que se
escurría solo del barrio.
Vos siempre has de servir
de estorbo, pendejo , me
rezongó al pasar, no sé si
para desahogarse, o ajeno.
Agarró el lado más oscuro,
el del Maldonado; no lo
volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas
de toda la vida cielo
hasta decir basta, el arroyo
que se emperraba solo ahí
abajo, un caballo dormido,
el callejón de tierra, los
hornos y pensé que yo era
apenas otro yuyo de esas
orillas, criado entre las
flores de sapo y las
osamentas. ¿Qée iba a salir
de esa basura sino nosotros,
gritones pero blandos para
el castigo, boca y
atropellada no más?. Sentí
después que no, que el
barrio cuanto más aporriao,
más obligación de ser guapo.
¿Basura? La milonga déle
loquiar, y déle bochinchar
en las casas, y traía olor a
madreselvas el viento. Linda
al ñudo la noche. Había de
estrellas como para marearse
mirándolas, una encima de
otras. Yo forcejiaba por
sentir que a mí no me
representaba nada el asunto,
pero la cobardía de Rosendo
y el coraje insufrible del
forastero no me querían
dejar. Hasta de una mujer
para esa noche se había
podido aviar el hombre alto.
Para esa y para muchas,
pensé, y tal vez para todas,
porque la Lujanera era cosa
seria. Sabe Dios qué lado
agarraron. Muy lejos no
podían estar. A lo mejor ya
se estaban empleando los
dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver,
seguía como si tal cosa el
bailongo.
Haciéndome el chiquito, me
entreveré en el montón, y vi
que alguno de los nuestros
había rajado y que los
norteros tangueaban junto
con los demás. Codazos y
encontrones no había, pero
si recelo y decencia. La
música parecia dormilona,
las mujeres que tangueaban
con los del Norte, no decían
esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo
que sucedió.
Ajuera oimos una mujer que
lloraba y después la voz que
ya conocíamos, pero serena,
casi demasiado serena, como
si ya no juera de alguien,
diciéndole:
Entrá, m'hija , y luego
otro llanto. Luego la voz
como si empezara a
desesperarse -.
¡Abrí te digo, abrí gaucha
arrastrada, abrí, perra! se
abrió en eso la puerta
tembleque, y entró la
Lujanera, sola. Entró
mandada, como si viniera
arreándola alguno -.
La está mandando un ánima
, dijo el Inglés.
Un muerto, amigo , dijo
entonces el Corralero. El
rostro era como de borracho.
Entró, y en la cancha que le
abrimos todos, como antes,
dió unos pasos marcado
alto, sin ver y se fue al
suelo de una vez, como
poste. Uno de los que
vinieron con él, lo acostó
de espaldas y le acomodó el
ponchito de almohada. Esos
ausilios lo ensuciaron de
sangre. Vimos entonces que
traiba una herida juerte en
el pecho; la sangre le
encharcaba y ennegrecia un
lengue punzó que antes no le
oservé, porque lo tapó la
chalina. Para la primera
cura, una de las mujeres
trujo caña y unos trapos
quemados. El hombre no
estaba para esplicar. La
Lujanera lo miraba como
perdida, con los brazos
colgando. Todos estaban
preguntándose con la cara y
ella consiguió hablar. Dijo
que luego de salir con el
Corralero, se jueron a un
campito, y que en eso cae un
desconocido y lo llama como
desesperado a pelear y le
infiere esa puñalada y que
ella jura que no sabe quién
es y que no es Rosendo. ¿Ouién
le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se
moría. Yo pensé que no le
había temblado el pulso al
que lo arregló. El hombre,
sin embargo, era duro.
Cuando golpeó, la Julia
había estao cebando unos
mates y el mate dió Ia
vuelta redonda y volvío a mi
mano, antes que falleciera.
"Tápenme la cara", dijo
despacio, cuando no pudo
más. Sólo le quedaba el
orgullo y no iba a consentir
que le curiosearan los
visajes de la agonía.
Alguien le puso encima el
chambergo negro, que era de
copa altísima. Se murió
abajo del chambergo, sin
queja. Cuando el pecho
acostado dejó de subir y
bajar, se animaron a
descubrirlo. Tenía ese aire
fatigado de los difuntos;
era de los hombres de más
coraje que hubo en aquel
entonces, dende la Batería
hasta el Sur; en cuanto lo
supe muerto y sin habla, le
perdí el odio.
Para morir no se precisa
más que estar vivo , dijo
una del montón, y otra,
pensativa también:
Tanta soberbia el hombre, y
no sirve más que pa juntar
moscas -.
Entonces los norteros jueron
diciéndose un cosa despacio
y dos a un tiempo la
repitieron juerte después.
Lo mató la mujer -.
Uno le grito en la cara si
era ella, y todos la
cercaron. Ya me olvidé que
tenía que prudenciar y me
les atravesé como luz. De
atolondrado, casi pelo el
fiyingo. Sentí que muchos me
miraban, para no decir
todos. Dije como con sorna:
Fijensén en las manos de
esa mujer. ¿Que pulso ni que
corazón va a tener para
clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de
guapo:
¿Quién iba a soñar que el
finao, que asegún dicen, era
malo en su barrio, juera a
concluir de una manera tan
bruta y en un lugar tan
enteramente muerto como
éste, ande no pasa nada,
cuando no cae alguno de
ajuera para distrairnos y
queda para la escupida
después?
El cuero no le pidió biaba a
ninguno.
En eso iba creciendo en la
soledá un ruido de jinetes.
Era la policía. Quien más,
quien menos, todos tendrían
su razón para no buscar ese
trato, porque determinaron
que lo mejor era traspasar
el muerto al arroyo.
Recordarán ustedes aquella
ventana alargada por la que
pasó en un brillo el puñal.
Por ahí paso después el
hombre de negro. Lo
levantaron entre muchos y de
cuantos centavos y cuanta
zoncera tenía lo aligeraron
esas manos y alguno le hachó
un dedo para refalarle el
anillo. Aprovechadores,
señor, que así se le
animaban a un pobre dijunto
indefenso, después que lo
arregló otro más hombre. Un
envión y el agua torrentosa
y sufrida se lo llevó. Para
que no sobrenadara, no se si
le arrancaron las vísceras,
porque preferí no mirar. El
de bigote gris no me quitaba
los ojos. La Lujanera
aprovechó el apuro para
salir.
Cuando echaron su vistazo
los de la ley, el baile
estaba medio animado. El
ciego del violín le sabía
sacar unas habaneras de las
que ya no se oyen. Ajuera
estaba queriendo clariar.
Unos postes de ñandubay
sobre una lomada estaban
como sueltos, porque los
alambrados finitos no se
dejaban divisar tan
temprano.
Yo me fui tranquilo a mi
rancho, que estaba a unas
tres cuadras. Ardía en la
ventana una lucecita, que se
apagó en seguida. De juro
que me apure a llegar,
cuando me di cuenta.
Entonces, Borges, volví a
sacar el cuchillo corto y
filoso que yo sabía cargar
aquí, en el chaleco, junto
al sobaco izquierdo, y le
pegué otra revisada
despacio, y estaba como
nuevo, inocente, y no
quedaba ni un rastrito de
sangre.